Me tomó años
llegar a este punto. Este pequeño entendimiento. Desde niña siempre fui muy
masculina. Nunca me he sentido cómoda con las faldas cortas, no me gusta
maquillarme y no puedo andar con tacones. Por eso admiro a las mujeres que
pueden hacer esas tres cosas y se ven cómodas con eso.
Durante
mucho tiempo se me trató de imponer eso que no me gustaba. El mensaje oculto
era está mal ser tú, está mal sentirte cómoda. Nunca fui la chica rebelde que
desobedece y se va de fiesta o tiene muchos novios. Mi rebeldía me llevó a
sentirme cómoda con mi ropa. Un poco más cómoda con quien era. Me llevó a decir
¿por qué si es mi cumpleaños yo tengo que dar el espectáculo? A preferir ir a
la Copa Confederaciones a querer una fiesta que no iba a disfrutar porque me
iban a obligar a usar un vestido que no iba a ser el que yo quisiera.
Siempre fui
buena para hacer amistad con los hombres, aunque luego me di cuenta que era un
problema que el chico que me gustaba me considerara como otro chico. Adaptarme
a la escuela de puras mujeres fue un largo proceso. Yo estaba acostumbrada al
fútbol y a llevarme pesado. El único taller que en ese momento me pareció
agradable fue artes. A veces pienso que debí meterme a corte o a cocina. Me
costó hacer amigas. Me tomó más de quince años darme cuenta de tantas cosas...
Que me
vistiera como hombre no me libró de acosos. De idiotas en el metro que
quisieran besarme a pesar de decirles que no quería. De idiotas que creían que
podían tocar sin permiso y que usualmente acababan con la cara en el suelo
después de una buena patada en los huevos. A pesar de todo tenía miedo. Aunque
pudiera reaccionar de forma violenta. Pero no era mi ropa, porque me vestía como
hombre. Y luego me acosaron dos mujeres. Mi peor acoso vino de una mujer. Le
puse el cutter en el cuello y aún así no quitaba su mano de mi muslo, ni dejaba de avanzar hacia mi entrepierna. Le
puse el cutter en el cuello y apreté. Nadie hizo nada, nadie veía nada. Hasta que un chico me tomó del brazo y me
hizo cambiarme de lugar. Ese día tuve miedo, pero de mí. Y dejé de tener miedo
de los demás. Y cuando el miedo se fue, se fueron los acosadores. De todos
modos, nunca sentí miedo de otras mujeres.
Me tomó
quince años entender que cocinar era un acto de amor. Entender que la mamá de J
nutría a sus hijos cocinando para ellos. Entender que era lo único que ella
sabía y podía hacer. Que su educación no era igual a la mía.
Me tomó casi
toda la vida tener amigas. Otras mujeres con las que me entendiera. Otras
mujeres que me apoyaran y me ayudaran a crecer.
El
camino es largo y cada quien lo tiene que recorrer a su manera y a su propio
paso. No puedes forzar a alguien a creer en lo mismo que tú, ni a que lo haga
en el mismo tiempo que tú.
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